Parejas Perdurables II parte. 1
Cap. 1
-Carlos: tienes que poner remedio de alguna
manera, o aquí no volvemos más.
Cada fin de semana, al llegar a la urbanización, frente a nuestra
torre se juntaba una jauría de perros. Pero por más que los dispersáramos, no desaparecían.
Por contra su número aumentaba.
-Hablaré con el Alcalde, es problema del
Municipio. Que los recojan y atiendan en una perrera.
No tenía ninguna fe en lo que acababa de decir. El Municipio al que
pertenecía Tarter, por minúsculo no disponía servicios municipales de ningún orden.
¿Cómo iban a hacerse cargo de la cantidad de perros abandonados que iban
llegando a la urbanización?.
Los primeros perros que aparecieron, creí que eran de alguno de los
parcelistas, pero me extrañaba que merodearan nuestra torre y no la de sus supuestos
dueños.
-Carlos: no me gusta nada que los niños
jueguen con los perros.
-Ya les prohibí que les dieran comida, pero
su instinto es más fuerte que nuestro criterio.
La situación límite se produjo, cuando entre los siete perros que nos
abordaban, dos de ellos al vernos llegar, se dirigían directamente a mis pies,
lamiéndolos.
-¿Lo ves?. Te están pidiendo que los adoptes. ¿Qué harás?.
El corazón se me compungía. Aquellos perros, más que animales
irracionales, parecían personas cuya única carencia era la facultad del habla.
Pero sabían hacerse entender.
Venían a decirme:
¡Oh, señor! Apiádate de nosotros y admítenos
en tu hogar, donde seremos felices con tus estimados hijos. No tenemos donde acudir
y nos conformamos con tu aceptación y los mendrugos que tengas a bien
arrojarnos. Además vigilaremos la torre en tus ausencias.
Se entendía perfectamente. Los niños encantados en que los admitiera,
pero ¿No era curioso, que el instinto perruno, les indicara a quién de la
familia debían dirigir la solicitud?.
No podía sacudirles patadas para deshacerme de ellos. Esto aún me
dolería más. Y no era mi misión ocuparme de ellos que bastantes problemas me
deparaban los ciento veinte habitantes en sus treinta y dos torres. Pero algo
tenía que hacer.
El Alcalde me recibió con una idea preconcebida. Motivada por malas
lenguas que indicaban que aquellos perros callejeros, de diversas razas, eran
míos y les abandonaba semana tras semana por la urbanización.
¿De dónde sacaron las malas lenguas, tal conclusión?. Me temo que de
la Sra. que regentaba una guardería perruna en el Pueblo cercano, interesada en
que los trajera a sus instalaciones, claro…...pagando.
Investigué el motivo por el cual los perros abandonados durante toda
la semana, ya que en Tarter solo lo habitaban los colonos los sábados y
domingos, seguían merodeando sin buscar otros lares.
Lo solucioné inesperadamente, creando el servicio de basurero, pero mientras,
el tiempo que tardé lo disfrutaron mis hijos, a escondidas de su madre.
Un día mi cuarto hijo, el más ilusionado por los juegos con la jauría,
me llamó alarmado:
-Papá, el “gugu” ha caído en un pozo, detrás del peñasco del Castillo.
Le llamaron gugu a un perro grandote, desdentado con el pelaje negro
azabache.
Les hacía especial gracia, verlo comer. El pobre se las deseaba dando
vueltas a lo que pillaba para comer, imposibilitado de masticar, o roer. Sólo
presionar con las encías.
Quizá esta sería la causa por la que los verdaderos dueños, lo
abandonaran donde les pareció lugar idóneo. El Tarter.
Acompañé a mis hijos al lugar indicado. En una oquedad rocosa de poco
diámetro y a un par de metros de profundidad, el gugu, emitía unos lastimeros
quejidos.
Dada la pequeña dimensión, estaba cabeza abajo sin posibilidad de
volverse. Y ni los niños podían entrar para agarrarlo a esta profundidad.
Si no se le sacaba de allí, fenecería tras días de sufrimiento e
inanición. Fui a buscar un jalón y una cuerda. Hice un lazo escurridizo, lo uní
al jalón y me dediqué a la pesca canina.
Costaba mucho hacer entrar el lazo al cuerpo del gugu. Inquieto con
sus movimientos una y otra vez se lo sacudía.
Cuando lo logré apreté el nudo iniciando la ascensión.
De nuevo con los movimientos esporádicos, se escapaba el lazo, pero
con el jalón, conseguí recorrerle una pata. Así, al apretar el lazo, se trabó
con una pierna y sus genitales.
Estaba ya casi alcanzándolo con la mano, cuando ya izado metro y
medio, empezó a aullar. Supuse el motivo, pero no podía dejarlo de nuevo para
que sufriera en otros intentos.
Sin atender sus aullidos, aconsejé a mi hijo que le agarrara como
pudiera y entre los dos acabamos por sacarlo indemne.
O esto supongo. Pues, al verse en superficie, entendió lo ocurrido y
como ya hicieron otros perros conmigo, me lamió los pies en agradecimiento.
Los niños completaron su diversión meses después, al aparecer por la
urbanización un gato casero de lo más vulgar blanco y negro.
Los perros no se atrevían a plantarle cara, mientras que el gugu, con
una inconsciencia impropia de su raza, sí, lo hacía.
Esperaban ver que haría gugu, de conseguir esquivar los zarpazos del
gato. ¿Le daría un beso?. ¿Le proporcionaría lametones?. Inimaginable la
finalidad de agarrar a un gato con una boca desdentada.
Visto que los perros no causaban males mayores, Tere soportó el tiempo
que allí permanecieron, antes no conseguí su alejamiento.
Y se sentía importante al ser la única fémina de la urbanización que
tenía autonomía con su Renault para desplazarse hasta los comercios de la
población vecina.
Los meses de verano se turnaban las amigas para acompañarla dos días a
la semana. Y las tertulias proliferaron con las reuniones en cada uno de sus chalets.
Y a medida que transcurrían los años, crecía el número de habitantes
con sus torres mientras se reducía el de los hijos que nos acompañaban.
Los mayores ya destinaban su ocio por otros conductos como correspondía a los estudiantes formando grupos de camaradería.
Los perros desaparecieron al formar un basurero lejos de las torres, estableciendo
la recogida de desperdicios de fines de semana a la mañana siguiente, laboral.
También ayudó el que el lugar de pocos habitantes, lindante a
Tarter, estaba promoviendo una Urbanización. Pero nada modesta como la que
estaba creando yo, sino que se trataba de una gigante con previsión para veinte
mil habitantes.
Aquello, me alarmó. De realizarse, daba al traste con mi progreso. No
habría alcanzado el punto justo de desarrollo para sacar beneficio. Y todavía
no resolví el problema de la financiación de la traída de electricidad.
Para postre este proyecto urbanizador, incluso esto le favorecía. Tenían
la estación transformadora en sus límites. Lo que significaba instalación
gratis, a cargo de FECSA.
Sin embargo, algo no encajaba. Mis temores se desvanecieron, en los
años venideros por denuncias administrativas.
El Alcalde del lugar, tuvo que responder
por aprobar lo que se llamó una afrenta ecológica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario