miércoles, 18 de enero de 2012

Parejas perdurables II parte-1


Parejas Perdurables II parte. 1

Cap. 1 

-Carlos: tienes que poner remedio de alguna manera, o aquí no volvemos más.

Cada fin de semana, al llegar a la urbanización, frente a nuestra torre se juntaba una jauría de perros. Pero por más que los dispersáramos, no desaparecían. Por contra su número aumentaba.

-Hablaré con el Alcalde, es problema del Municipio. Que los recojan y atiendan en una perrera.

No tenía ninguna fe en lo que acababa de decir. El Municipio al que pertenecía Tarter, por minúsculo no disponía servicios municipales de ningún orden. ¿Cómo iban a hacerse cargo de la cantidad de perros abandonados que iban llegando a la urbanización?.

Los primeros perros que aparecieron, creí que eran de alguno de los parcelistas, pero me extrañaba que merodearan nuestra torre y no la de sus supuestos dueños.

-Carlos: no me gusta nada que los niños jueguen con los perros.

-Ya les prohibí que les dieran comida, pero su instinto es más fuerte que nuestro criterio.

La situación límite se produjo, cuando entre los siete perros que nos abordaban, dos de ellos al vernos llegar, se dirigían directamente a mis pies, lamiéndolos.

-¿Lo ves?. Te están pidiendo que los adoptes. ¿Qué harás?.

El corazón se me compungía. Aquellos perros, más que animales irracionales, parecían personas cuya única carencia era la facultad del habla. Pero sabían hacerse entender.
Venían a decirme:

¡Oh, señor! Apiádate de nosotros y admítenos en tu hogar, donde seremos felices con tus estimados hijos. No tenemos donde acudir y nos conformamos con tu aceptación y los mendrugos que tengas a bien arrojarnos. Además vigilaremos la torre en tus ausencias.

Se entendía perfectamente. Los niños encantados en que los admitiera, pero ¿No era curioso, que el instinto perruno, les indicara a quién de la familia debían dirigir la solicitud?.
No podía sacudirles patadas para deshacerme de ellos. Esto aún me dolería más. Y no era mi misión ocuparme de ellos que bastantes problemas me deparaban los ciento veinte habitantes en sus treinta y dos torres. Pero algo tenía que hacer.

El Alcalde me recibió con una idea preconcebida. Motivada por malas lenguas que indicaban que aquellos perros callejeros, de diversas razas, eran míos y les abandonaba semana tras semana por la urbanización.
¿De dónde sacaron las malas lenguas, tal conclusión?. Me temo que de la Sra. que regentaba una guardería perruna en el Pueblo cercano, interesada en que los trajera a sus instalaciones, claro…...pagando.

Investigué el motivo por el cual los perros abandonados durante toda la semana, ya que en Tarter solo lo habitaban los colonos los sábados y domingos, seguían merodeando sin buscar otros lares.

Lo solucioné inesperadamente, creando el servicio de basurero, pero mientras, el tiempo que tardé lo disfrutaron mis hijos, a escondidas de su madre.
Un día mi cuarto hijo, el más ilusionado por los juegos con la jauría, me llamó alarmado:

-Papá, el “gugu” ha caído en un pozo, detrás del peñasco del Castillo.

Le llamaron gugu a un perro grandote, desdentado con el pelaje negro azabache.
Les hacía especial gracia, verlo comer. El pobre se las deseaba dando vueltas a lo que pillaba para comer, imposibilitado de masticar, o roer. Sólo presionar con las encías.
Quizá esta sería la causa por la que los verdaderos dueños, lo abandonaran donde les pareció lugar idóneo. El Tarter.

Acompañé a mis hijos al lugar indicado. En una oquedad rocosa de poco diámetro y a un par de metros de profundidad, el gugu, emitía unos lastimeros quejidos.
Dada la pequeña dimensión, estaba cabeza abajo sin posibilidad de volverse. Y ni los niños podían entrar para agarrarlo a esta profundidad.
Si no se le sacaba de allí, fenecería tras días de sufrimiento e inanición. Fui a buscar un jalón y una cuerda. Hice un lazo escurridizo, lo uní al jalón y me dediqué a la pesca canina.
Costaba mucho hacer entrar el lazo al cuerpo del gugu. Inquieto con sus movimientos una y otra vez se lo sacudía.
Cuando lo logré apreté el nudo iniciando la ascensión.

De nuevo con los movimientos esporádicos, se escapaba el lazo, pero con el jalón, conseguí recorrerle una pata. Así, al apretar el lazo, se trabó con una pierna y sus genitales.
Estaba ya casi alcanzándolo con la mano, cuando ya izado metro y medio, empezó a aullar. Supuse el motivo, pero no podía dejarlo de nuevo para que sufriera en otros intentos.
Sin atender sus aullidos, aconsejé a mi hijo que le agarrara como pudiera y entre los dos acabamos por sacarlo indemne.
O esto supongo. Pues, al verse en superficie, entendió lo ocurrido y como ya hicieron otros perros conmigo, me lamió los pies en agradecimiento.

Los niños completaron su diversión meses después, al aparecer por la urbanización un gato casero de lo más vulgar blanco y negro.
Los perros no se atrevían a plantarle cara, mientras que el gugu, con una inconsciencia impropia de su raza, sí, lo hacía.
Esperaban ver que haría gugu, de conseguir esquivar los zarpazos del gato. ¿Le daría un beso?. ¿Le proporcionaría lametones?. Inimaginable la finalidad de agarrar a un gato con una boca desdentada.

Visto que los perros no causaban males mayores, Tere soportó el tiempo que allí permanecieron, antes no conseguí su alejamiento.
Y se sentía importante al ser la única fémina de la urbanización que tenía autonomía con su Renault para desplazarse hasta los comercios de la población vecina.
Los meses de verano se turnaban las amigas para acompañarla dos días a la semana. Y las tertulias proliferaron con las reuniones en cada uno de sus chalets.
Y a medida que transcurrían los años, crecía el número de habitantes con sus torres mientras se reducía el de los hijos que nos acompañaban.
Los mayores ya destinaban su ocio por otros conductos como correspondía a los estudiantes formando grupos de camaradería.

Los perros desaparecieron al formar un basurero lejos de las torres, estableciendo la recogida de desperdicios de fines de semana a la mañana siguiente, laboral.

También ayudó el que el lugar de pocos habitantes, lindante a Tarter, estaba promoviendo una Urbanización. Pero nada modesta como la que estaba creando yo, sino que se trataba de una gigante con previsión para veinte mil habitantes.

Aquello, me alarmó. De realizarse, daba al traste con mi progreso. No habría alcanzado el punto justo de desarrollo para sacar beneficio. Y todavía no resolví el problema de la financiación de la traída de electricidad.
Para postre este proyecto urbanizador, incluso esto le favorecía. Tenían la estación transformadora en sus límites. Lo que significaba instalación gratis, a cargo de FECSA.
Sin embargo, algo no encajaba. Mis temores se desvanecieron, en los años venideros por denuncias administrativas. 
El Alcalde del lugar, tuvo que responder por aprobar lo que se llamó una afrenta ecológica.


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