Parejas perdurables (continuación 73)
Contraté con otra empresa lugareña, una retro de mayor potencia. Me la
proporcionó Mullier, como Gerente de una constructora y suministradora de
materiales. Congeniamos de inmediato. Iba a contarle el suceso aciago del
anterior tractor. No hizo falta. Lo conocía. En definitiva en las poblaciones
se conoce todo el mundo y cualquier suceso fuera de lo normal, en pocas horas
es de dominio público.
Al ser la población importante más cercana del Tarter, me convertí en su
cliente asiduo por alquilarle maquinaria, adquirir materiales de construcción,
e incluso en muchas ocasiones, me facilitó personal suyo para las obras.
Fueron veinte años los que dediqué mi atención a Tarter, transformando
su bosque frondoso, en una urbanización con ciento cincuenta viviendas
construidas, restando otro centenar de solares para seguir ocupándolos.
Al ser
Mullier de mi misma edad, coincidimos en nuestra jubilación. Él sigue allí,
retirado, en tanto que yo, ya llevo quince años ausente, sin haber vuelto a pisar
la campiña de Tarter.
Nos felicitamos por las
Navidades, como buenos amigos que somos.
Otro amigo, que ha incrementado la cifra de conocidas parejas
perdurables. Actualmente, también él y su mujer rebasaron los cincuenta años de
matrimonio, viviendo en armonía con sus hijos, el mayor de los cuales es ahora
el Gerente de la empresa, que había iniciado su abuelo.
Curioso lo de las
trasferencias generacionales. Son muchas las familias que siguen el negocio de
sus ancestros.
Para no ser menos, recuerdo como mi padre comentaba que su abuelo, su
padre y él se dedicaron a barberos, peluqueros pero ya de ninguna manera
quería que heredara el oficio. Eso lo logró, pero el deseo de mi madre de que
fuera Doctor, como llamaban a los médicos, lo traspasé a mi primogénito.
A mí,
desde el bachillerato el estudio del cuerpo humano, me convertía en
hipocondríaco.
Todo lo que podía acaecer por desórdenes orgánicos, los asumía. Ver la
sangre brotar, me producía estertores. Hablar de la trepanación, escalofríos.
La simple observación de un mutilado, me aterraba.
Pero bueno, me estoy desviando de lo sucedido al estreno de la retro.
Acompañé a Benito, el conductor, hasta el pié de las paredes del castillo. Le
mostré como una enorme roca impedía el paso para un coche, permitiendo seguir solo
una senda.
Mi intención era poder llegar hasta allí arriba, con los vehículos de
todo tipo, comenzando por la camioneta de suministro de materiales. Procedería
a nivelar una superficie de doce metros de radio, con lo que se podría maniobrando,
dar la vuelta una vez retirados los materiales subidos, bajar por el camino de dos metros que lo ampliaría
a tres y medio.
Entendida la labor encomendada, me olvidé hasta verle bajar con la
retro a su máxima velocidad, llamando la atención, para que le siguiera
carretera abajo.
Extrañado, subí a mi mercedes, el inembargable profetizado, que ningún
banco se atrevió a permutarlo por los Bungalowes, y aparqué a pocos metros de
él.
Se detuvo en un tramo de carretera, de cota cien metros por debajo de
la vertical del Castillo.
Observé con horror como la mole que le propuse recortara, o apartara
del camino del otero, se hallaba ahora en mitad de la carretera,
obstaculizándola por completo.
Razón clara de que aquella mole, se hallaba suelta y en equilibrio
inestable al borde del precipicio. La fuerte pendiente habida entre el Castillo
y nosotros, hizo que rodando a gran velocidad, no parara hasta hallar el llano
de la carretera.
Los Santos seguro se apiadaron de mí, consiguiendo que la escasa
circulación por estos pagos, aquél día fuera nula.
El desastre hubiera sido coincidir con el paso de algún vehículo. Por
otro lado, pasaría por allí el celador y no sabría que explicarle.
No tuvo que dar detalles Benito, que con pericia, fue apartando la
roca, hasta alcanzar el borde cara al río, con lo que un último empujón, la hizo rodar esta vez sin peligro ya que su destino fue la vera del río. Dejó la
huella de su paso, machacando arbustos, lo mismo que se delataba el curso seguido
desde el Castillo.
La carretera quedó magullada y temí que de nuevo tuviera problemas,
esta vez, con Obras Públicas.
Como pudo, Benito, restableció las irregularidades del firme y fue a
buscar material bituminoso para dejar lo máximo pulida la carretera y con un
pase final de arena, quedó bastante disimulado. Si alguien no iba predispuesto a indagar, podía pasarle
desapercibido el accidente.
Los ojos del celador por la tarde lo descubrieron, pero vista la buena
labor realizada, al dirigirme la palabra lo hizo con conmiseración.
-Ya que Ud. va a realizar obras, le recuerdo
que los márgenes de la carretera hasta veinte metros, son de dominio de O.P.
Y el deterioro de la calzada puede ser
punible. Ya veo que esta vez fue algo fortuito, pero para otras ocasiones,
apuntale antes, o haga una zanja para que el material caído, no alcance el
vial.
A semejanza de mi encuentro con Jaime de ICONA, Arcadio, resultó con
el tiempo, otro amigo con quien conversar al pasar por Tarter cumpliendo su
servicio. Contó como antes de mi llegada, se pasaban días sin circulación por
estos parajes. Pero que ahora, los vecinos por curiosidad, los trabajadores
para su cometido y los suministros de materiales continuados para mis obras,
aquella carretera, dejaba de ser fantasmal. Necesitaría acondicionarse ante la nueva perspectiva. Él
mismo encargaría rótulos apropiados a O.P.
Luego supe que el Alcalde le había predispuesto, ya que el Tarter
parecía convertirse en la esperanza de los lugareños.
De nuevo tuve que bregar con Benito, que el mal sabor de lo ocurrido,
le predisponía a abandonar el trabajo. Me desatendió una semana, hasta que por
fin Mullier, le convenció que aquél suceso fue algo excepcional y que en definitiva
ya había asistido a obras muy peligrosas que con su pericia dominaba.
Pasado el susto, me arregló el acceso al Castillo facilitando el paso de los
vehículos de la constructora, incluído mi mercedes y acabó de demoler las piedras
que amenazaban caída imprevista, evitando futuros percances.
Me preparó una plataforma en lo más alto, en lo que restaba de piso
bajo la ventana única en aqella alta pared, formando ángulo con otra que llegaba
solo al piso. Allí coloqué un depósito de uralita de 1,80 m diámetro por dos de
altura. Formó parte de la instalación de agua para las casas a rehabilitar.
Y pensando en los niños, pedí a Mullier, me proporcionara otro
conductor con una apisonadora vibro.
La retro, habilitó una explanada lindante a la carretera, con las
dimensiones de un campo de fútbol, La vibro, la compactó y alisó. Luego
aportando veinte camiones de arena, las esparcieron y volvieron a apisonar.
Quedó un espacio perfecto, a prueba de barrizales, ya que de no tomar
la precaución de la arena, se habría convertido con la lluvia en un terreno
fangoso y una vez seco en un foco productor de polvo.
Lo malo era que cada año, había que proceder con otra capa de arena,
pues su densidad hacía que con las lluvias, fuera filtrándose dejando una
superficie con la tierra original.
Cuando lo vieron los niños se entusiasmaron, tanto que les proporcioné
unos maderos para portería y cal, para señalar las líneas del campo de fútbol.
Fue el motivo que abrió ante sus ojos, un nuevo modo de
esparcimiento. Y además aquél campo, tres años después, cuando ya tuve un par
de casas antiguas rehabilitadas y media docena de torres de planta baja,
escondidas entre la maleza boscosa, Tere lo utilizó para prácticas con el
Renault amarillo.
Se lo regalé para su uso exclusivo. Un cobertizo, sirvió de garaje,
incorporándole una puerta corredera. El coche se quedaba siempre en la urbanización.
Las mujeres de las torres, la lisonjeaban y se granjeaban el favor de ser pasajeras
del coche de la única mujer allí disfrutaba de uno propio. Les resultaba divertido
realizar las compras de mercado en la cercana población, con taxi gratis.
Claro los peques al fin lograron que mamá, les permitiera hacer prácticas en aquella extensión sin más obstáculos que las porterías de fútbol.
Era imposible accidentarse..... bueno, ellos no pero ya hubo quien.
Parejas perdurables (continuación 73 a)
Pasé muchos meses saliendo de Barcelona de madrugada con Carrión para
ir con el mercedes a Tarter. Ayudábamos a los albañiles a restaurar ruinas. Carrión, les echaba una
mano cuando hacía falta la colaboración de peón. En otras ocasiones me
acompañaba al almacén de Mullier acarreando material.
También hicimos de jardineros. Servíamos para todo. Convertíamos en
realidad el dicho de “lo mismo planchamos un huevo que freímos una corbata.
Hasta yo me convertí en cocinero. Siendo el lugar deshabitado, para no
perder horas de trabajo, al mediodía para comer, preparaba un potaje. Me salía
lo suficiente sabroso como para entusiasmar a los tres albañiles fijos. Ellos y
Carrión junto a mí, formábamos una mesa campestre en círculo. Las tochanas,
cumplían el cometido de mesa y asiento.
Estas son las tochanas clásicas de las bóvilas de Cataluña.
Llegada la
temporada de la caza del jabalí, un campesino de la comarca, ayudante
esporádico de los albañiles, prometió obsequiarnos con una porción del primer
jabalí que cazara su grupo.
Salían de madrugada
un grupo de veinte veteranos en esta lid, ojeando los bosques cercanos y se
repartían entre ellos la caza del día. Los desollaban y troceaban en porciones
equitativas para los concurrentes.
El día que cumplió
su promesa, elaboré un potaje de calidad extra. Para dar honor al suculento
manjar, pedí a Carrión que se llegara al poblado vecino y trajera una botella
de tinto de buena graduación.
Mientras, me las
deseé para conseguir pequeñas raciones del grueso trozo de jabalí. Mis cuchillos
resbalaban en su carne. Evidenciaba mi desconocimiento del oficio de carnicero
y la falta de útil apropiado. Al final opté por un martillo y un cortafrío.
Nada ortodoxo el método pero efectivo.
Diez trozos de
durísima carne los agregué al potaje, dejándolo cocer tres horas. La vista del
condimento con los magullados trozos de carne, no resultó nada estético, pero
el sabor resultó auténtico. Nada que ver con la carne de cerdo.
Y al volver a
mentar al jabalí, recuerdo como años después, ya tomada posesión para veraneo, de una
de las viviendas construidas, tres de nuestros hijos, salieron del chalet en
plan de exploradores por la selva tupida. Su diversión consistía en buscar la
nueva guarida de los jabalíes que les conté desaparecieron al abrir calles.
Por lo visto el
mayor de la expedición, que era nuestro tercer hijo, divisó un escondite del
que salió un ejemplar respetable de esta fauna. Viendo que el jabalí iniciaba
una marcha en su dirección, plantando cara, dio media vuelta conminando a sus
hermanos, el quinto y el sexto, a que huyeran corriendo, bajo peligro de ser
perseguidos por un animal enfurecido.
Muy lejos se hallaban,
en el confín de la finca con bosque sin limpiar aún, por lo que corriendo
cuesta abajo, el mayor tuvo que saltar un pequeño margen del terreno, sin ver que a sus
pies el suelo se cubría mediante un gran zarzal.
Su salto rebasó con
creces el matorral, le siguió el quinto, que al no tener piernas tan largas, su
salto le llevó al límite del zarzal, causándole rozaduras, pero el sexto con
sus seis años de edad, fue a caer en su centro, quedando inmerso en él.
Como el jabalí
realmente no tenía intención de abandonar su madriguera, la estampida resultó
inútil. No eran perseguidos. Tuvieron que afanarse en sacar al pequeño de su
improvisada cuna, con brazos y piernas pródigas en rasguños de cierta
importancia.
Muy mala impresión le
causó a Tere, curando las heridas del peque. Estos inocentes accidentes, según
mi visión, para ella eran tremendos peligros. Temía también que se pasaran horas
en el río sin saber con cual monstruo fluvial se las tendrían que ver. Les
prohibió ir de pesca.
Estos miedos, junto
a las incomodidades por falta de electricidad, pasar frío por las noches, y
carencia de locales sociales, ahora le hacen aborrecer su recuerdo. Y que de
aquellos quince años allí vividos, al menos los tres primeros soportados
estoicamente, los imaginaba de naturaleza salvaje. Nada menos aquellos parajes, para mí
eran bucólicos. Y con el tiempo, quedó demostrada la atracción de la belleza natural que sentían los visitantes, al convertirse en colonos.
El día que
inauguramos la electricidad mediante un grupo de gasoleo, acompañó a nuestro
segundo vástago, un colega del instituto en que estudiaba.
Como tenía permiso
de su madre para practicar con el coche amarillo por el campo de fútbol, satisfizo
a su amigo, dejándole también a él conducir. El chico, era la primera vez que tomaba el
volante y sin noción de cual era el
acelerador y cual el freno, en uno de los giros al final del campo, se
atolondró y lo dirigió contra una portería. Tampoco era experto futbolista, no
logró un gol, sino que se cargó un poste.
Visto el coche con
un faro resquebrajado pregunté su causa. El amigo invitado, lejos de confesar,
permitió que reprendiera a mi hijo ante todos por inconsciente y desobediente,
castigándole a pagar con sus ahorros el desperfecto del faro y el poste de la
portería.
Una vez solos, Tere
contó la verdad y luego le transmití a mi hijo mi pesar por aceptar amigos
irresponsables con muestras de tal cobardía, y le eximí del castigo. La lección
desagradable en aquél momento, les valió a todos mis hijos, que asimilada, la
han puesto a la práctica siempre, enorgulleciéndome de que sean responsables de
sus actos en todas las circunstancias.
Apurábamos las
horas de trabajo en Tarter hasta el anochecer.
La llegada a Barcelona, hacía que invariablemente cenara solo con
Tere. Éramos tardíos en acostarnos y madrugadores por mi trabajo. Cinco días a
la semana aquél invierno, no veía a mis hijos levantados.
En verano, la menor distancia que me separaba desde Pierola, me
permitía comer y cenar con la familia, hasta que al veranear en Palamós ya no
fue posible.
La cuestión era pues, cuanto antes tener alguna vivienda disponible con un
mínimo de comodidades y usarla como hicimos en Santa María.
Procuré de inicio habilitar un almacén de materiales y herramientas,
un garaje para tres coches y un leñero. Al depósito de agua subido al castillo,
lo llenaba subiéndola mediante una moto-bomba accionada a gasolina situada en
un charco, al parecer receptor de agua de manantial.
Para hormigonar, almacenaba agua en una docena de bidones usados de
gasóleo.
Por cierto, que a la llegada del invierno, nos pillaron de sorpresa
las fuertes heladas nocturnas.
Tuvimos indefectiblemente, que agrupar de tres en tres, a los bidones
con varios centímetros de grosor de hielo, colocándoles leña en su centro. Una
fogata durante una hora, licuaba la capa de hielo. Con cinco grados centígrados de temperatura
ya permitía un fraguado del hormigón normal.
Por cierto inicialmente a falta de hormigonera, el suelo y el azadón
accionado a sangre, como llamaban a la fuerza animal, suplían su utilidad,
pastando con arena y cemento varios metros cúbicos diarios.
Una vez habilitadas un par de casas, propuse a Carrión que se alojara
en una de ellas y la otra sirviera de reclamo y oficina para promoción de venta
terrenos.
Mientras estudié solares estratégicos para proyectarles viviendas de
planta baja de fácil construcción, con lo que serían vendibles a precio módico.
Los lugares preferidos eran aquellos en los que necesitaba menos tala
de árboles. Cada uno a derribar me dolía en el alma. Soy un amante de la
vegetación.
Y pensé de inmediato en cómo utilizar la pequeña balsa para suministro
de agua, teóricamente potable.
En ello, el Alcalde me animó, pues según dijo, de antaño que se usaba
como abrevadero para los caballos y que nunca se agotaba. Un pequeño estudio de
su potabilidad, acompañado de inspección y rastreo del manantial, en principio
resultaban positivos, más al hallarse la balsa tan cercana a la carretera, a
medida que avanzaba urbanizando, aparecían más indicios de su inconveniencia.