Como se lo prometí a los niños, aproveché otro domingo que nos quedamos en Barcelona, para subir al monumento de Colón.
Tere prefirió atender al quinto vástago y organizar los trabajos caseros. Me fui pues con la misma ilusión de mis hijos, pensando ver desde lo alto del monumento, a la Ciudad a nuestros pies incluso la isla de Mallorca, si el cielo era diáfano. En los treinta años que llevaba residiendo en Barcelona, no tuve ocasión de subir al ascensor apto para una docena de turistas, a la vez.
Pues, sigo en las mismas después de otros treinta años, ya que aquél día se hallaba el acceso barrado.
El día anterior, los turistas de turno, pasaron unas horas angustiosas, al quedarse atrapadas en la cabina a media altura, por avería en el ascensor.
Fueron rescatados por los bomberos y no se reabriría el acceso, hasta haber modernizado el aparato, que ya pedía su renovación a gritos. Que recuerde, desde mi pasado estudiantil, seguía siendo el original.
Para no mantenerles con la frustración, subimos a las Golondrinas, la embarcación turística que nos llevaba hasta la salida de Puerto y nos apeamos en la antesala del Transbordador teleférico.
El transbordador, quizá causaba mayor impresión que la tranquila subida al ascensor, incluso con el posible accidente de su avería. Puesto a imaginar desgracias, una rotura del cable de traslación de la cabina del Teleférico desde el rompeolas hasta Montjuich, nos hubiera permitido darnos un baño sin bañador.
Con el consecuente desespero que procedería de Tere, al presentarnos los cinco caballeros de su hogar, con la ropa chorreando.
En el bien entendido, que no era para tomarlo a broma, puesto que si tal accidente sucediera, entre contusiones por la caída, e inmersión en las aguas del puerto, más de una persona se ahogaría.
Nada de esto sucedió, ni jamás hasta hoy, o no lo contaría.
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Les satisfizo la permuta de ascensor por teleférico, así como a mí mismo. En Montjuich, tomamos una horchata de chufa como colofón al trayecto no programado, pero acertado.
Años después esta aventura, la repetirían mis hijos, para con mis nietos.
Mientras regresábamos, mi mente barruntaba la manera de contar a Tere la inversión a CONSEAR. Procuraba no darle importancia. Se trataba de adquirir un local, a plazos. Y estos plazos, se pagaban con las letras del propio negocio.
Y nada de aventurar riesgos. Incluso si el negocio iba mal, el local tenía un valor al alza. ¡ Qué ingenuo!. Para tener mejor y más amplia visión de la vida, me faltaba aún la experiencia de los Empresarios maduros.
No hizo Tere comentario alguno. En el aire se mascaba el significado de su silencio. No me atreví a florear la cuestión, pues comprendí que ella, le gustara o no, se daba cuenta que me encontraba bajo fuertes tensiones.
Abandonar negocios cuando nuestros gastos familiares a pesar de ser modestos, ascendían a más de cinco veces lo que un empleado medio podía percibir, no era lo más inteligente.
Estábamos en el barco, y había que navegar. El número de empleados a mi cargo, pesaba mucho y no podía fallarles, del mismo modo que no podía fallarle a Tere, por las promesas que le dí cuando nos declaramos el amor eterno.
El lunes me dirigí a Santa María, por dos motivos agradables. Cerrar la venta del resto de la propiedad de Orpí con un nuevo capitalista, y verificar la restitución de la línea del alumbrado.
Felipe, sería el peón futuro Guarda, al que le prometimos entrar en nómina, en cuanto dispusiéramos del habitáculo asignado como vivienda para él, su esposa e hijo.
La mañana resultó húmeda. Cerca de la curva cerrada peligrosa de Garraf, el firme asfáltico, se tornó resbaladizo. Recordé cómo la humedad, convertía al polvillo de la Cementera que allí obraba, en una viscosa materia, que rellenaba el ranurado de los neumáticos, perdiendo su capacidad directriz.
Lo recordé, por cuanto en anteriores viajes allí en el hueco de la ladera en la convexidad de la carretera, vi a coches como el mío.
En un instante, pasé de mis recuerdos, a la contemplación de una película.
No iba conmigo, pues la pantalla, que era el amplio parabrisas, venía a ser la del televisor. Contemplaba como algún vehículo serpenteaba. El del protagonista, obligado a evitar a los demás, primero frenaba quitando gas. Sin resultado. Luego intentó pisar el freno, peor. Luego, casi rozando al inmediato precursor, un bandazo le llevó directo al centro de la curva, que disponiendo de una cuesta abajo pronunciada, hacía de imán, atrayendo a aquél vehículo osado.
En pantalla, se divisaba el monte. Luego, cabeceaba. El techo rozaba los matorrales de la oquedad. Giraba y el morro se clavaba al fondo del hueco.
Pero, ¿en qué pensaba?. La película la estaba viviendo yo. Y como no tenía al coche acondicionado con los clásicos cinturones de seguridad, todo lo que pude hacer fue apretar los pies al suelo, el culo al asiento, una mano al tablier y otra al techo. Tenía que inmovilizarme con fuerza, resistiendo el choque final que a no dudar sería duro, e inmediato.
Detenido el coche, panza arriba, quedé desorientado, pero estaba oyendo murmullos de gente desde la carretera. Me entretuve en sacar la documentación de la guantera y acto seguido, con cierto esfuerzo, logré bajar el cristal de la puerta del conductor y arrastrándome, cuando ya tenía medio cuerpo fuera, escuché aleluyas de los transeúntes desde arriba la carretera:
-Ya sale, ya sale. Parece que está bien.
-Sí. No se preocupen. No me lastimé. Voy a subir.
Me incorporé sobre la zaga de mi coche, y me orienté descubriendo un acceso fácil a base de gatear.
Una ver en la carretera una docena de viajeros detenidos por el espectáculo, me ofrecían ayuda.
Uno me invitó a subir en su coche que me traería hasta Cubera. Y sacó un botellín de bolsillo (una petaca) de coñac, para reanimarme.
A pesar de no precisarlo, obedecí ante su insistencia. Estaban obrando con altruismo y no debía mostrarme desagradecido.
Me acompañaron hasta el bar de Cubera, junto a la gasolinera, para poder hacer las pertinentes llamadas a la Cía. aseguradora, y preparar un parte para la Guardia Civil.
En aquél instante, se me ocurrió, que mejor no aparecieran. Seguro que me atribuirían el accidente por conducir bebido.
Lo comenté y allí mismo se inició, otra aventura comercial, de un desconocido atento a mi relato. Pero lo inminente era verme con el Capitalista adquirente de la finca de Orpí.
Así lo expuse al Sr. Gómez, quien por una razón que en aquél momento yo ignoraba, estaba dispuesto, no solo aguardarme en el bar hasta mi regreso, sino que me acompañaría en su coche, hasta Barcelona.
¿Telefoneo a Tere?. ¡Que va!. Por más que perjurara que no me lastimé, lo único que conseguiría era preocuparla. Lo mejor era contárselo, en persona, la forma evidente de demostrar la carencia de importancia del accidente.
Cerrado el trato con el capitalista y comprobado el funcionamiento del alumbrado, me excusé de los vendedores sin siquiera haberles notificado el motivo de mi breve presencia.
El sr. Gómez, disponía de una docena de coches de alquiler. En principio, me ofrecíó uno mientras permanecía el mío en el taller, pero poco a poco, comprendí sus intenciones. El viaje de regreso a Barcelona, resultaba aparentemente muy interesante.
Parejas perdurables (continuación 48 a )
Nos intercambiamos tarjetas, ya que en principio para mí era ineludible disponer de inmediato un vehículo de automoción.
Comenté a Tere, que un resbalón por Garraf, motivó un topetazo con el resultado de coche inservible. Procuré no alarmar y quitando hierro, le comenté lo bien que resultó la venta de Orpí. Tenía alas para afrontar el nuevo negocio de Confección.
Aquél día la cuestión se mantuvo al límite prudencial. No fue lo mismo, el día que el agente de Seguros se nos presentó de improviso, alarmado.
Traía la foto del SEAT accidentado, y un parte para que lo signara en conformidad. Lo daban por siniestro total. Tere, presente, quiso ver el estado en que quedó, pues creía que unos rasguños, no serían motivo para tal decisión de la Aseguradora.
La foto, realizada desde varios ángulos, mostraba el techo, no solo abollado, sino deformado.
Y con los faros apastados, seguía otra foto de los bajos dislocados. Una rueda delantera renqueando. Las puertas desvencijadas. Resultaba más barato para la Cía. abonarme un coche nuevo, que atender el presupuesto del taller.
-Carlos, me explicarás esto.
Tere no salía de su sorpresa. ¿Cómo explicarle que aquello era el resultado de una ilusión?. ¿No le bastaba con haber comprobado que mi persona no había sufrido ni un rasguño?.
La mecánica, no era su fuerte y no entendería que el trabajo enorme de deformación realizado en magullar el coche, absorbió el impacto, por lo que al ocupante del vehículo, no le llegaba ya esfuerzo alguno.
-Mujer, que un coche, dispone de chasis resistente y además la envoltura de la carrocería, ofrece una seguridad muy distinta a la de las motos.
Le cité las motos, por cuanto recordaría ella misma cuando de novios tuvimos el accidente por las vías del tranvía y allí a pesar de mesar el suelo unos cuantos metros deslizando, tampoco sufrimos daños físicos, en tanto que la moto, tuvimos que traerla al planchista.
Para evitar el recuerdo de este accidente, cada vez que en nuestros desplazamientos a Santa María pasábamos por el enclave nefasto, daba un giro a la conversación recurriendo a algún acontecimiento interesante.
Esta táctica, me sirvió, hasta que decidí revelar toda la realidad. Ello fue un año después. Obras Públicas, al fin, hizo caso a las múltiples quejas por el punto negro con su embudo fatal en Garraf. El hueco fue rellenado, a la par que ensanchada la calzada, suavizada la pendiente y aumentado algo el radio de la curva.
Como quien no quiere la cosa, viendo la transformación, perdida la impresión de curva con barranco siniestro, le comenté:
-¡Ah!, mira Tere, se ve que al fin se habrán acabado los accidentes en esta curva.
-¿Qué quieres decir?
-Nada, que como yo, aquí fueron muchos los que patinaron.
Y seguí procurando desviar su atención, puesto que a poco que se esforzara, recordaría las condiciones en que estaba el trazado, antes de la modificación.
Y ahora, llevábamos un año, conduciendo distinto coche en cada viaje. Gómez me hizo ver lo que ahorraba tomando los vehículos de alquiler, sin necesidad de apechugar con los costes de la aseguradora, de la plaza de Parking, del impuesto Municipal, de las revisiones técnicas, del mantenimiento, neumáticos, batería, lavado periódico y demás inconvenientes a soportar el mero propietario de un vehículo fijo.
En primer lugar, con el dinero ofertado por la seguradora, sumado a una pequeña parte de lo recibido por la venta de Orpí, financié el nuevo parque móvil de Goysa, como le llamó a la ampliación de la empresa de alquiler de coches. Fue una adquisición de 14 nuevos coches, cuya duración mediante Leassing, la establecían en un año. La empresa cada año, canjeaba sus vehículos viejos por otra tanda de nuevos.
Aquello, representaba negocio, para los fabricantes de automóviles, para el concesionario, para la financiera del Leassing, para la aseguradora, para Gómez y se supone que también para mí.
En principio estaba satisfecho el quitarme la preocupación de los cuidados de mi herramienta locomotriz y también por disponer vehículos para mis subordinados cuando los precisaran en su cometido laboral.
A Robino, le pareció una magnífica idea. Él, para presentarse ante los clientes, recogía el vehículo más espectacular que estuviera libre.
Hasta el día que se incendió su transporte, por ignorada causa. Se hallaba en la Autopista, un caluroso día de verano, atrapado en un atasco a la entrada de la Ciudad.
Para apagar el incendio, no bastó el extintor propio, sino que le ayudaron los conductores de los vehículos próximos, ante el temor de invadirles a ellos también las llamas.
No quedó claro el motivo del incendio, por lo que Gómez ya no quiso dejarle más coches a él.
También Orpí, estuvo una temporada usando los alquilados, contribuyendo al progreso del negocio Goysa. Por lo menos a éste negocio, le estaba sacando jugo inmediato.
Y Robino, aparte de adquirir uno definitivo para consigo, sin rencor, siguió publicitando a los coches de alquiler Goysa.
La publicidad a favor de mis negocios, se estaba incrementando notoriamente. El gabinete de Orpí, la constructora USAMASA, los solares de Urbanización Santa María, los coches Goysa y…..claro, las confecciones CONSEAR.
Tuve la suerte de hallar en lugar céntrico un local idóneo para la Sra. Batlle. Y verdad sea dicha, supo decorar bien la zona útil para las pasarelas públicas, en tanto que el obrador lo ordenó como una fábrica de confección en serie, de lo más moderna.
A las claras, la producción de modelitos, se convertía en industrial y podríamos servir a España entera.
Inmediatamente, me asaltó la duda. ¿Dispondría de personal eficiente para control de los negocios?. Me fié de un contable persona mayor, pronto a jubilarse y lo destiné a las órdenes de la Sra. Conchita. Ella le propondría la facturación y programación financiera. Me la traería cada fin de semana y yo decidiría el destino, si a descuento bancario, o a acopio para cobro a su vencimiento.
Como nada es eterno, esto funcionó tres años, en los que el relajamiento del control, se fue distendiendo y tuve que aceptar un nuevo contable propuesto por la Sra. Batlle, al sustituir al jubilado.
Pero antes, tuve estos tres años ajetreo con el negocio de trofeos deportivos que me encasquetó, el recomendado por el director del Banco Exterior.
Aunque tuviera gran dependencia bancaria, en realidad mi economía marchaba bien. Lo deseable era algo ideal. En lugar de disponer de activo muy superior al pasivo, pero sin liquidez, hubiese preferido disponer de activo rebajado con pasivo casi nulo y liquidez total.
Atendiendo que según lo conocido de mi entorno, esta situación era la normal, incluso para Empresas de renombre, al menos por la festividad de Reyes de aquél año, me esforcé en hacer caso omiso a este sentimiento de dependencia.
Conocía a Margets, de cuando le mensuraba sus múltiples fincas del Prat de Llobregat, afectadas por el Canal de la Infanta, para regantes y en virtud a que me proporcionó buenos ingresos por algunos años, ahora que había inaugurado una Comercializadora de electrodomésticos, juguetes y muebles, COESA, iba a convertirme en cliente agradecido.
Los muebles y electrodomésticos me servirían como así fue para habilitar los Apartamentos y las construcciones piloto de Santa María. Y los juguetes en esta ocasión para cumplir con las demandas de los cinco hijos a los Magos de Oriente.
Para comportarnos Tere y yo, como Reyes eficientes sin quitar la ilusión de los niños, por la tarde fuimos a la Cabalgata. Llegaban por el Puerto, en adornadas barcazas. Allí mismo les aguardaban las carrozas y el numeroso séquito, de los tres Magos. Se les unieron bandas de música, la Guardia Urbana, y los motoristas de apertura del desfile y las ambulancias y personal sanitario cerrando la comitiva.
El desfile, cruzó buena parte de la Ciudad, durando más de tres horas. Después, a cenar y a acostar a los niños.
Este era el cometido de Tere, el mío fue ir a media noche a COESA, dado que la festividad permitía tener abierto hasta la madrugada.
Allí seleccioné lo que faltaba para los niños, además adquirí enseres de cocina que pedía Tere y un tocadiscos última generación, que pensé regalarle sorprendiéndola.
Al llegar a las tantas al hogar, aparqué el coche enfrente, recogí los paquetes, todos, a excepción del tocadiscos, que lo recogería una vez ella agotada tras organizar la ubicación de los regalos, como el escalectric, se hubiera acostado.
-Tere, voy a traer el coche al garaje y vuelvo enseguida.
Mi intención era recoger el tocadiscos para que no lo viera y dejar el coche en la calle, así por la mañana ya lo teníamos disponible a la misma salida de casa.
Pero……¿qué ocurre?. ¿Dónde está el tocadiscos?. Puse las manos para palpar el asiento trasero, dando el mismo resultado que la visión de mis ojos. ¡No había nada!. Y ¿a los pies?.
Tampoco. Y ¿al lado del conductor?. Tampoco. No hacía falta mirar el portaequipajes, allí no metí nada. Todo estaba a punto para recoger y subir al piso. ¿Por qué pues, faltaba el tocadiscos?.
Tragando bilis, al fin, admití que lo robaron. A altas horas de la noche, mejor dicho primeras de la madrugada, algún avisado vio una ocasión de las que pintan calvas. Un paquete de regalo visible en un coche de facilísima técnica para su apertura. Transeúntes escasos, o nulos y seguridad del vehículo, ausente.
¿Cómo podía subir a decirle a Tere que se esfumó mi sorpresa?. Nos dicen y es verdad, que todo lo que puede solucionarse con dinero, carece de importancia.
Pues con el vehículo a punto, otra vez a COESA. Segunda adquisición, que al saber Margets lo acontecido, me lo ofreció a mitad de precio, o sea sin beneficio para su empresa.
No pensaba comentarlo, pero Tere me aguardaba despierta.
-¿Éste es tu concepto de enseguida?. ¿Dónde fuiste a estas horas?.
No vi escapatoria, cualquier mentira piadosa hubiera acarreado mayor confusión, de manera que lo inevitable fue ponerla en conocimiento del afer de los cacos.
-Y ¿eso no te lo esperabas, en noche de Reyes?. ¿Cuántas veces se avisa de no dejar en los vehículos nada a la vista?.
Aguantar el chaparrón ya que su razón era aplastante, aparte que yo mismo la propalaba para con los conductores amigos novatos. Y se estaba constatando una y otra vez, que mentirijillas a mi mujer, no servían jamás a la larga.
Por lo menos el tocadiscos fue de su agrado y nos mantuvo en la nostalgia de nuestros años célibes, con la asistencia a los guateques privados, hasta el nuevo cambio de aparatos fónicos y sus grabaciones en L.P. con carga automática. Se programaba una carga de 10 L.P. y tenías tres horas de música sin necesidad de acudir al aparato.
En el despacho, siguiendo asimismo la moda, instalé el “hilo musical”, abonado a telefónica. Era agradable programar el tipo de música apetecida y durante todo el día no se emitía más que la música, sin locutores que interrumpieran, ni para el título, ni para vida y milagros del compositor.
Esto también lo propuso Conchita, para el salón de la pasarela, dando más expectación y lujo a la presentación de los modelitos.
Como la producción parecía seguir a buen ritmo, no tuve inconveniente en asumir este nuevo gasto añadido a los generales del negocio.
Los niños crecían en muy buen ambiente. El colegio, al cual iban asistiendo todos en los cursos 1º, el 3º, el 5º y el 7º que ya correspondía a J.C.
Se dio la casualidad que este Instituto pertenecía al Obispado, entidad propietaria de la Iglesia en que nos casamos Tere y yo. Inició la docencia el mismo año de nuestro enlace, solo para la primaria y a partir de entonces fue incrementando un curso cada año, para que los alumnos que se iniciaran allí pudieran terminar la secundaria sin abandonar el centro. De allí salían preparados para ingresar a la Universidad.
Y así fue como con los años, nuestros siete hijos se encontraron todos ellos escolarizados en el mismo centro. Tal rareza, no fue exclusiva nuestra pues algo semejante, sucedió con la familia Baranges. Eran seis hermanos y cada uno tenía su colega homónimo con nuestros hijos.
El mayor de los Baranges, resultó una lumbrera, alcanzando siempre los sobresalientes. Lo citaban como ejemplo a seguir. Incluso en deportes destacó pensando la dirección del instituto si sería apropiado entrenarle para poder actuar en las Olimpíadas.
Mis hijos se hicieron muy amigos con esta familia hasta el punto que nos relacionamos también los padres.
Cuando de repente, a mediados del último curso previo a la iniciación para seguir con los estudios superiores, el mayor de los Baranges, se comportaba extrañamente. Ya no era puntual. Se olvidaba de tareas escolares. Su carácter jovial y alegre, se estaba agriando. Incluso tuvo altercados con desconocidos.
Lo comentamos con J.C. ya que eran los compañeros más unidos. Nos reveló algo que nos dejó pasmados. Su amigo se había iniciado con la droga.
En mis años estudiantiles tuve una ligera noción de que en los Países avanzados, la juventud menos moderada, era promiscua y drogadicta. Al menos eso se veía en películas americanas, pero con gran discreción. Luego ya en los años de noviazgo, llegaron a mis oídos que la moda se iniciaba en España, aunque no conocía a nadie de mi entorno que pasara de fumar tabaco, o beber alguna copa alcohólica, en festejos.
Al sentir que la ola ya alcanzaba nuestro entorno, Tere y yo, nos sentimos alarmados. ¿Lo sabía la madre de Baranges?. Por lo visto, nadie se atrevía a siquiera comentar la cuestión como de cosa ajena y de poca importancia.
Tere muy discretamente, la abordó a la mañana siguiente, solo para sondear lo que podía saber. No fue posible comentarle nada. La Sra. Baranges, seguía idolatrando a su hijo, atribuyendo que los dimes y diretes obedecían a envidia por ser el primero en todo. Y que su hijo se hallaba agotado por el esfuerzo de los estudios. No había forma de que escuchara.
Cuando la cosa fue creciendo y ya los suspensos ganados en los estudios, no podían esconderse, la cuestión se difundió por todo el centro, los padres, los alumnos y la guardia urbana, avisada de que en la puerta del centro por las mañanas aparecían camellos.
Baranges, siguió en sus trece de que eran los compañeros y los profesores que la tenían con su hijo. Cortó con todas las comadres, considerándolas difamadoras de su hijo.
Y cuando, ingresado en urgencias su hijo, entrado en coma, y fallecido en tres días, le dieron el resultado de las investigaciones, no soportó su ceguera mantenida hasta este desenlace.
Sacó del centro a sus hijos, y con su marido se ausentaron a otra ciudad en la que no vieran a nada, ni a nadie que le recordaran la ilusa vida que llevó durante los dos últimos años.
Ya no tuvimos más noticias de esta desgraciada familia. Sobretodo, Tere lo sintió, ya que habían pasado años de amistad estrecha.
Pero antes de llegar a estos años en que también a mí se me cayó la venda que me mantuvo en la inopia de tal ola, seguíamos pasando muchos fines de semana en Santa María y casi exclusivamente las vacaciones de verano y las Pascuales.
Ya que nos estábamos convirtiendo en verdaderos Cuberenses, pasamos la Semana Santa en la Urbanización con el Dodge “Poder”, tal como se anunciaba por la tele este vehículo rayano a una limusina y que tenía en su stock, Gómez. A mí me importaba muy poco su posesión, como muchos apetecían para creerse que con cacharros así, su ego se crecía. Se suponía que causarían envidia a los conocidos y desconocidos, pero lo que era a mí, solo me interesaba por la amplia cabida destinada a los siete pasajeros que éramos y su gran capacidad de portaequipajes, sin necesitar baca.
Acudimos toda la familia a la Iglesia de Cubera, con palmas y palmones que nuestros hijos, se esforzaban en restregar con fuertes golpes. Era lo tradicional, pero a mí me parecía una forma de desgraciar los palmones tan decorativos, aunque pasado el acto, ya solo servirían para quemarlos y guardar sus cenizas. Sí, para el Miércoles de ceniza, si mal no recuerdo.
La indiferencia que me causan aún hoy, los automóviles, pronto varió a odio contra el “Dodge Poder”, y eso por culpa de un atasco y una barrera de ferrocarril.