SR. CASTILLO Muchos desistían dando por perdidas sus entregas, después de maldecir los huesos del embaucador, ejerciendo su derecho al pataleo. Los más insistentes, lograban que se les entregara a cambio, de lo que evidentemente resultó un lamentable error involuntario, otra parcela mayor, por el mismo precio. Era la amable atención de la empresa, para paliar las molestias causadas. En cada nueva tansacción, volvían a intervenir los prestamistas, repitiéndose el círculo vicioso de venta de parcelas, ante de adquirir la finca matriz. Para adecuar las propiedades a las exigencias de la clientela, eran necesarias unas mejoras, que aunque discretamente se realizaban, jamás se correspondían con lo prometido, ni en calidad ni en tiempo de ejecución. En este apartado, se agolpaban colaboradores industriales, comerciales, instaladores y una larga lista de particulares que, en mayor o, menor medida, reclamaban reiteradamente el cobro de sus facturas. El globo iba hinchándose, por lo que era previsible su pronta explosión. Si bien era verdad que el sr. Castillo disponía de gran número de incondicionales, agradecidos por los lucrativos negocios conseguidos a su costa, no era menor el de los estafados creciendo en proporción geométrica. Esta situación, según averigüé posteriormente, venía produciéndose a través de los últimos dieciocho años. Normal pues que ignorantes de los entresijos, las personas ajenas a la Empresa, la consideraran seria y próspera. También recapacité sobre manifestaciones esporádicas del sr. Castillo de sus varias intentonas de suicidio. Se poducían después de ciertos agrios altercados con sus demandantes. Conociendo cómo padecía una rara e inexplicale enfermedad desde joven, que le obligaba a comer en demasía y con frecuencia, estas reacciones, me parecían crisis sintomáticas. Repetidamente, confesaba sus necesarias visitas nocturnas a la nevera, para atiborrarse. Además en sus bolsillos no faltaban nunca galletas o bolsas de maní, para echarles mano cuando faltaban restoranes a su alcance. Se mantenía delgado, por lo que era lógico suponerle sus desarreglos motivados por una monstruosa tenia-solitaria . Él siempre lo negó. Bien pudiera ser cierto, habiendo vivido tantos años con la afección, sin que ningún médico supiera tratarla." Todos estos pensamientos, afloraron a mi mente, sin hallar la alternativa a acudir a saludar al matrimonio Castillo, correspondiendo a su notoria cortesía. Automáticamente, mientras me encaminaba con mi mujer a su encuentro, urdí darle la explicación real. El aniversario de nuestra boda. Empático, el sr. Castillo, nos sorprendió, después de felicitarnos, declarando la coincidencia de efemérides, con la de ellos. Y alegrándose desmesuradamente, pidió que nos sentáramos a su mesa, eligiéramos lo que se nos antojara de la carta, que iba todo a su cargo. Imposible atacar el tema de mi preocupación. No era el momento ni el lugar propio. Como de costumbre, ante él, me hallaba desarmado a su merced. Muy simpática su mujer, platicó amigablemente con la mía. Los chascarrillos se sucedieron, pasando una velada altamente gratificante. Totalmente inesperada. El sr. Castillo se lució, eligiendo los vinos de marcas de categoría con sus mejores añadas y apropiadas por cada plato. Lo mismo sucedió con un postre de original exquisitez, preparado expresamene por el chef, a su petición. Al llegar de madrugada a casa, mi mujer, ya modificó en parte la opinión formada del sr. Castillo. Se hallaba dispuesta a achacar a mi pusilanimidad, la carencia e resutados positivos en mi trato con él. Absorto en la manera de enfocar el tema, camino del despacho a la mañana siguiente, distinguí un gentío, frente la fachada de Inmobiliaria Castillo. Ví a una ambulancia, a la Policía, a transeúntes curioseando y oí unas voces estridentes procedentes del vestíbulo. Por lo visto, a primera hora, el sr. Castillo tuvo otro de los altercados de campeonato con los usureros. Éstos, le amenazaron al estilo mafioso. Seguidamente, irrumpió en su despacho, el responsable de las obras de apertura calles de la última finca a parcelar. Con un cuchillo en sus manos, se había saltado la barrera del atemorizado abrepuertas, sumiéndolo en una crisis nerviosa. A grandes voces, frente a los usureros, presentó su enésima reclamación, apoyando sus amenazas con el cuchillo que blandía. Le conminó a resover los tratos, dado que estaba dispuesto a cumplir sus amenazas ante los allí presentes. El sr. Castillo, fuera de sí, chillando más si cabe, maldijo a todos, escurriéndose veloz entre ellos, saliéndo del despacho dando un portazo, tras sí en el rellano del ascensor. Subió en él, para salir al ático, noveno piso. Los visitantes, pasado el efecto de la sorprendente reacción de quien se mostró siempre tan equilibrado, en el rellano de ascensor, continuaron perplejos al haber desaparecido su víctima, supuestamente escaleras abajo. Más les sorprendió aún al oir un grito desgarrador, provinente del ático y acto seguido el paso de un cuerpo al vacío ante sus ojos, y chasquido brutal por encontronazo con el suelo del hueco de escalera del edificio. La portera, aguardando la llegada del ascensor, no pudo reaccionar, entre oir el chillido emitido y el aplastamiento a sus pies del sr. Castillo. Su muerte, fue instantánea, pero la portera indemne de milagro, por la impresión cayó sin conocimiento a su lado. Unos segundos después, entraba en el vestíbulo el marido de la portera, alarmado por las voces y ruido. Viendo a su mujer tendida al suelo, inmovil y salpicada de sangre, la creyó muerta. Entre lamentos y maldiciones armó tal escándalo, que atrajo la presencia de la Guardia Urbana, la cual, se ocupò de amenizar el resto del jaleo. Aprovechando la confusión, hicieron mutis los usureros y el provocador. El empleado testigo, jamás se atrevió a dar datos a la policía. Amparado por las secuelas de la impesión y bajo cuidados médicos, excusó todo conocimiento de lo acontecido. Posiblemente, amedrentado por la amenazas de los usureros y el constructor. Barcelona, 1955 Carlos Vidal |
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