viernes, 9 de marzo de 2012


Parejas Perdurables II parte.

Sigue 12

El destornillador en mis manos temblorosas, resultaba un peligro. Temía que por la resistencia ofrecida por los tornillos del cuadro eléctrico colocado por FECSA, se me resbalara, provocando un cortacircuito.

El miedo, es mal consejero y buen adivino. Me sequé las manos con un pañuelo y envolví el mango de madera del destornillador con un plástico mejorando su función aislante.

Una vez aflojados los bornes de las tres fases, fijé el extremo del cable trifásico más el neutro, revestidos con doble capa aislante.
El cable era hidrófugo, pues tenía que enterrarlo en una longitud de trescientos metros, hasta el barracón de las bombas de agua que recién estrenaría.

La rigidez del cable, a pesar de tener los extremos a imbornar con su revestimiento ya pelado, dificultaba su fijación. Por seguridad, estuve a punto de cortar el suministro desde el transformador, pero estando el transformador también alejado, era un engorro. Una vez conectado el cable, hubiera tenido que regresar al transformador para dar la corriente y tener que dar explicaciones a los parcelistas que se quedarían un rato sin electricidad en sus torres.
 Por ello, venciendo mi natural repulsión, me arriesgué. En definitiva, los electricistas trabajan habitualmente con la corriente dada y no les ocurre nada.

El segundo borne me pareció más accesible. Apreté los dos tornillos y ya solo faltaba la tercera fase. Ya no lo vi tan claro. El espacio entre los bornes era inferior a lo que la flexibilidad del cable permitía. Eso sí era un peligro. Al apoyarlo al borne, no me permitía lazarlo y se escapaba.

Tuve que recuperar el cable destornillándolo. Así a los tres extremos les formé un lazo torneado con el mismo destornillador, para vencer su rigidez a punto de amoldar a los bornes.
Esta vez ya confiado, apreté los dos primeros, coloqué el tercero y….la punta del destornillador al primer giro, salió de su ranura para comunicarse con los cables ya fijos. La explosión sublimó dos centímetros del metal, iluminó por un instante el local, me ensordeció, y dejó mis manos cubiertas con un polvillo abrasivo.
Había provocado un cortocircuito de 660 voltios.

Repuesto del susto, fui a cortar la corriente del transformador, recogí otro destornillador y en paz terminé la labor.

Pues se demostró, que no tenía pericia y ahora ante las dos bombas que debía poner en marcha, no las tenía todas conmigo.
Las conexiones debían ser estrella-triangulo. Y según colocara los bornes, girarían los rotores levógiros. De no acertar, en lugar de aspirar el agua de la balsa, succionaría la de la tubería de ascenso.
No podía arriesgarme. Las válvulas tenían que permanecer abiertas, ya que lo contrario sería forzar al motor e incluso quemarlo.
Tragué saliva, hice contacto y esta vez la primera bomba funcionó a la perfección. Entonces aliviado, conecté  a la segunda en el mismo sentido que la primera y no hubo más inconveniente.

Satisfecho, hice un cálculo mental, con el que aquella mañana me ahorré la minuta del electricista alrededor de veinte mil pesetas, en tanto que un destornillador nuevo, no valía más de cincuenta.

No comenté el incidente a Tere, que solo hubiera servido para alarmarla y darle motivos a una reprimenda. Por contra, le recordé que ella no vino a ver la Carabela de Colón en el puerto, cuando fui con los niños y que antes que la retiraran como se rumoreaba, le gustaría sentirse aventurera de inicios de la edad Moderna, tripulando la carabela husmeando por la bodega y recorriendo la cubierta.

Contento por mi éxito, participé a Tere solo de la parte positiva y que para celebrarlo, la invitaba a que recorriéramos las Ramblas Barcelonesas como en tiempos de noviazgo. Y que podíamos cenar en Amaya, degustando platos vascos, ambos solos sin compañía de nuestras parejas habituales.

No imaginé que aquel paseo programado, nos mantendría en una nube de sentimientos de nostalgia, amor y complacencia.