A fines de Julio cancelé mi trato con la oficina de Madrid. Por el calor, el itinerario entre Atocha y Pza. España, se convirtió en un Vía Crucis, de un mínimo de siete cañas de cerveza en otras tantas tascas. Y en la oficina nos esperaba el botijo comunitario con agua anisada.
En estas condiciones el trabajo se hacía pesado y entre el coste del ferrocarril y lo erogado por las tascas, se iba casi todo lo a devengar. Disponía ya de algún dinero y no valía la pena seguir.
Con mis compañeros, el mes de Agosto, último para licenciarnos, en un vergel del río Henares, disfrutábamos del frescor y las zambullidas esporádicas, practicando natación. El lugar no distaba ni un kilómetro de la Plaza Cervantes. Era ideal para zafarnos del bochornoso calor veraniego y contar chascarrillos.
Este lugar años después por desvío del cauce, en atención a la contaminación y a la ampliación de la base de Torrejón de Ardoz, desapareció.
Soportales de la calle donde se albergaban el máximo de tascas de Alcalá, seguidas alegremente por nosotros, al frescor del atardecer.
Un veterano, nos contó un curioso suceso del año anterior con los paracaidistas .
La Mascota de los paracaidistas, era una mona menuda. El equivalente a la cabra de los Legionarios. Y no faltaba en los desfiles con uniforme a su medida. Orgullosos de ella se hallaban hasta tal punto, que no podía faltar en las prácticas semanales de salto desde los aviones. También llevaba un paracaídas a su medida.
Se lanzaba el Cabo primera del grupo, con la mascota a cuestas. A mitad trayecto en el aire, le tiraba de su anilla.
Era la mascota, veterana como la tropa de su unidad y parecía que le divertía este ejercicio. Esto, así fue hasta el día que no se le abrió a tiempo. Horrorizados sus hermanos humanos, vieron como caía dando raros tumbos y emitiendo chillidos, hasta el inevitable encuentro con el suelo.
Se levantó, arrastrando el paquete del paracaídas y fue a abrazarse al primero que aterrizó. Milagrosamente, indemne, parecía consolarse con la tropa, pero ya rehusó posteriores saltos.
Aquello me hizo pensar en el riesgo de los soldados con tal práctica obligatoria entre una y dos veces semanales. La seguridad era alta, pero no absoluta.
Y mi pensamiento agorero, se materializó a la mañana siguiente.
Lo sabría Tere en mi próxima misiva.
Un veterano, nos contó un curioso suceso del año anterior con los paracaidistas .
La Mascota de los paracaidistas, era una mona menuda. El equivalente a la cabra de los Legionarios. Y no faltaba en los desfiles con uniforme a su medida. Orgullosos de ella se hallaban hasta tal punto, que no podía faltar en las prácticas semanales de salto desde los aviones. También llevaba un paracaídas a su medida.
Se lanzaba el Cabo primera del grupo, con la mascota a cuestas. A mitad trayecto en el aire, le tiraba de su anilla.
Era la mascota, veterana como la tropa de su unidad y parecía que le divertía este ejercicio. Esto, así fue hasta el día que no se le abrió a tiempo. Horrorizados sus hermanos humanos, vieron como caía dando raros tumbos y emitiendo chillidos, hasta el inevitable encuentro con el suelo.
Se levantó, arrastrando el paquete del paracaídas y fue a abrazarse al primero que aterrizó. Milagrosamente, indemne, parecía consolarse con la tropa, pero ya rehusó posteriores saltos.
Aquello me hizo pensar en el riesgo de los soldados con tal práctica obligatoria entre una y dos veces semanales. La seguridad era alta, pero no absoluta.
Y mi pensamiento agorero, se materializó a la mañana siguiente.
Lo sabría Tere en mi próxima misiva.
Aquella noche, mi sentimiento mezcla de nostalgia por mi pasado familiar y tristeza por la vivencia de unas horas antes, fue la primera vez que encabecé la carta con : “Mi querida amiga Tere”.
Por la mañana acababa mi Servicio de Guardia, sin embargo una orden imprevista me varió los planes de la tarde. Fui asignado como comando de una unidad especial para desfilar acompañando a otras tantas unidades del resto de Armas, por las calles de Alcalá.
Debería presentar en representación del Regimiento de Caballería, los Honores póstumos al paracaidista, ante su féretro en el cementerio.
Ante todo, tuve que ensayar el ritual del saludo con el sable. Fue la primera y última ocasión en que tuve que desenvainarlo. Pasó de ser un mero apéndice colgado del cinto, a un arcaico elemento bélico, desenfundado para lucir en Paradas militares.
Conté a Tere, como a mí me lo contaron, que había fallecido un paracaidista, en acto de servicio.
Por lo visto, un salto mal ejecutado enredó sus cintas, no desprendiéndose a tiempo. Quedó atrapado en el alerón posterior. El piloto al percibirse realizó varias maniobras en círculo a la espera de que otro avión acudiera y con maniobras circenses, lo rescatara en vuelo.
No fue posible por cuanto al ponerse a su altura se dieron cuenta que el desgraciado soldado perdió el conocimiento, no pudiendo colaborar con la intención de rescate.
Se desprendió en una de las maniobras pero con el paracaídas liado. El desenlace fatal, formó parte de las estadísticas luctuosas, según las cuales debía haber sido menor de uno entre 100.000.
Al realizar el protocolario saludo, reflexioné sobre las ironías de la vida:
Unos padres, perdieron a un hijo, al que le estaba rindiendo honores un hijo que perdió a sus padres.
Terminé la carta con lágrimas. Y con la intención de no transferir mi tristeza a Tere, excusé mi breve relato, hablándole de mi ya próximo regreso, en el que quería que ella y sus amigas madrinas, nos reuniéramos por la Diagonal con mis compañeros que así nos conoceríamos todos .
Por la mañana acababa mi Servicio de Guardia, sin embargo una orden imprevista me varió los planes de la tarde. Fui asignado como comando de una unidad especial para desfilar acompañando a otras tantas unidades del resto de Armas, por las calles de Alcalá.
Debería presentar en representación del Regimiento de Caballería, los Honores póstumos al paracaidista, ante su féretro en el cementerio.
Ante todo, tuve que ensayar el ritual del saludo con el sable. Fue la primera y última ocasión en que tuve que desenvainarlo. Pasó de ser un mero apéndice colgado del cinto, a un arcaico elemento bélico, desenfundado para lucir en Paradas militares.
Conté a Tere, como a mí me lo contaron, que había fallecido un paracaidista, en acto de servicio.
Por lo visto, un salto mal ejecutado enredó sus cintas, no desprendiéndose a tiempo. Quedó atrapado en el alerón posterior. El piloto al percibirse realizó varias maniobras en círculo a la espera de que otro avión acudiera y con maniobras circenses, lo rescatara en vuelo.
No fue posible por cuanto al ponerse a su altura se dieron cuenta que el desgraciado soldado perdió el conocimiento, no pudiendo colaborar con la intención de rescate.
Se desprendió en una de las maniobras pero con el paracaídas liado. El desenlace fatal, formó parte de las estadísticas luctuosas, según las cuales debía haber sido menor de uno entre 100.000.
Al realizar el protocolario saludo, reflexioné sobre las ironías de la vida:
Unos padres, perdieron a un hijo, al que le estaba rindiendo honores un hijo que perdió a sus padres.
Terminé la carta con lágrimas. Y con la intención de no transferir mi tristeza a Tere, excusé mi breve relato, hablándole de mi ya próximo regreso, en el que quería que ella y sus amigas madrinas, nos reuniéramos por la Diagonal con mis compañeros que así nos conoceríamos todos .
Estado actual de la fachada de la Universidad, en mi tiempo,deteriorada.
Estatua monumento de Quijote, frente la casa natal de Cervantes.
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