sábado, 29 de diciembre de 2012

Parejas perdurables IIª parte

Parejas Perdurables IIª parte

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Finalizando el año 2012, me parece oportuno coincidir con el epílogo de esta segunda parte de Parejas Perdurables.


Tal como prometí a mis hijos, solo relacionaré que una vez acabada la reforma de las ruinas de Tarter, la convertimos en nuestra “Mansión Pairal”. 
Se componía de un garaje en planta baja y almacén-trastero.

Un primer piso con gran sala comedor, la cocina, un aseo y un patio con una higuera más que centenaria, de la cual, recuerdo un buen día enzarzado con mis hijos en recoger los higos para depositarlos en nuestro buche, la ingesta exagerada que inconscientemente fui tragando en poco más de media hora, me produjo fuerte dolor de cabeza.
Desde aquél día, poco me apetece esta fruta.

En este patio ubiqué un asador automático, con espadín para tres pollos al ast. Cuando lo utilizábamos, en tertulia, con mis hijos, entre agregar leña, untar migas de pan con la grasa que se desprendía y echar mano de la bota de vino, pasaban un par de horas. Después, las mujeres y convidados en la mesa se despachaban con la casi totalidad de los tres pollos, ya que nosotros estábamos saciados.

En un piso segundo, comunicado con la sala del primero había un recibidor, la habitación de matrimonio, un aseo con bañera, y cuatro dormitorios.
El acceso principal era desde un atrio al recibidor, pues exteriormente una rampa desde planta baja, llegaba a un rellano que accedía a un pequeño jardín y al atrio.

La rampa seguía rodeando el jardín, hasta la buhardilla, donde tres depósitos de agua recogían reservas para emergencias. En la cubierta de tejado, instalé un serpentín de tubería de pvc negro, que calentaba el agua por el sol y nos podíamos duchar con ahorro energético.

Por aquél tiempo ya no nos acompañaban los dos vástagos mayores y cuando lo hacían era con sus novias.
Un año después, se casó el segundo ya que el mayor no tenía la carrera terminada.

Dos años después sí se caso el primogénito y recuerdo el ridículo que pasamos todos al obedecer al Cura que los casaba.
Era el sacerdote un joven de lo que representó por entonces la nueva ola.
Procuraban realizar el santo Oficio y demás actos litúrgicos con innovaciones. Querían ser más accesibles al público llano y lo que nos mandó a los familiares de los novios, nos dejó atónitos.

-Uds. Cuando pronuncie las palabras “ Pueden besarse”, ¡aplaudan!. Es la mejor manera de mostrar aquiescencia y alegría.
Todos dudábamos. En la Iglesia, que conocíamos de nuestros progenitores, todo era silencio, respeto, muestras de compungidos, andar de puntillas, santiguarse una y otra vez y Amén, amén, amen.

Sin embargo, los tiempos cambian y a lo mejor este era el estilo moderno, en fin. Llegó el momento, y unos tímidos aplausos surgieron de mis manos y las de nuestros hijos. Los familiares de la novia, se mantuvieron en silencio y los feligreses que llenaban la iglesia, casi que nos tenían por unos botarates. 
Al fin, dejamos los aplausos que nada tuvieron de ovación entusiasta, dirigimos la mirada al cura y éste nos la devolvió decepcionado.

Tres años después J.C. nos contó que en viaje a Puket entraron a un restaurante típico tailandés. Mientras sus suegros y su mujer esperaban en la mesa que les sirvieran una sopa, él se dirigió a los aseos y al salir, husmeó por la entrada de la cocina. Lo que vio no le entusiasmó. Se apresuró a comunicar a su mujer y suegros, que pasaran de la sopa y pidieran otra cosa. 

Ni caso, ya que no daba ninguna razón y que ya el suegro la probó, con plena satisfacción. Él, fue el único que rehusó el plato y precavidamente, hasta la mañana siguiente, no comunicó su visión de la cocina.

Se trataba de que el caldo, hervido en una olla de grandes dimensiones, elevaba un denso vaho. Entre el calor natural veraniego, mas el propio de la cocina, no se alejaba mucho el vaho de la olla, permaneciendo encima de ella sin evanescerse. Las moscas a centenares, caían sin remedio al hervor del caldo. Un pinche estaba alerta y con una espumadera iba rescatando a las pobres fenecidas.

El tercer hijo se casó cuando vendimos la Mansión Pairal y nos cambiamos de domicilio en Barcelona, por otro de menor superficie. Nuestra familia menguaba y la tendencia era a seguir así, por lo que pisos de muchos dormitorios no eran lo ideal, y lo más importante. Más baratos.

La venta del anterior donde falleció la madre de Tere, reportó un dinero muy superior al de la nueva adquisición. Cosa importante al ir en declive las negociaciones para seguir con las instalaciones en Tarter.

El nuevo piso ya no fue hogar para el tercer vástago. Se casó el mismo año, siendo el tercero en abandonar el nuestro.

El cuarto fue asimismo el número cuatro. Antes convivió con nosotros un par de años, haciéndonos hospederos obligados de un pastor alemán recién nacido que le regalaron. Le llamó Thor y de éste sí recuerdo aventuras que no creo moleste narrarlas, pero sería en otro lugar, si hay ocasión, otro año.

El quinto en tomar las de Villadiego, fue nuestro sexto hijo, al casarse con la que es madre de nuestra parejita de nietos menores.
El día de la celebración, pasé veinte minutos angustiosos buscando el Restaurante del ágape programado.
Al salir de la Iglesia, con la cantidad de fotos de rigor, todos los partícipes de la boda, tomamos nuestros vehículos para dirigirnos al restorán.
Como lógico, a base de despedidas, besos al por mayor y citas a recordar, los padres del novio, ( nosotros), fuimos de los últimos en partir. Sí.

Y ¿bien?. Pues ¿dónde había que ir?. ¡Ah sí.!. En Hospitalet. El nombre ¿Cuál era?. Bueno, la calle ..... ¿Cuál?. Veamos el croquis.No, que se lo dejé a nuestra hija. 

--Tere, ¿tienes tú un croquis del itinerario?.

-No. Se lo dejé a Marta que no conoce Hospitalet.

-Al menos ¿recuerdas la calle?.

-Eso eres tú que debías saberlo. Dijeron que estaba cerca del Ayuntamiento.

Aquello se pasaba de castaño oscuro. ¿a quién preguntaría yo, si no recordaba nada?. Pues de momento, hacia el Ayuntamiento y ver si había suerte de hallar a otros invitados por el camino.
Tres veces dando vueltas por las cercanías del Ayuntamiento, sin el menor rastro. Paré. Y a una señora distraída, pregunté sin mucha esperanza.

-Señora, ¿Sabe si por aquí hay un Restaurante al que en estos momentos debe acudir mucha gente por una boda?.

-Ah. Debía ser eso. Cinco coches iban por la calle transversal. Allí hay uno que precisamente hoy está engalanado.

Era la primera vez en mi vida que pregunté al azar a un transeúnte, obteniendo información precisa.
Llegué, cuando ya comentaban que habría ocurrido con los padrinos.

La boda del sexto hijo fue la número cinco que también tuvo miga.
Ya conté que su boda fue parodiada por todos los camareros que nos sirvieron con una pierna vendada, para paliar el que el novio iba escayolado por fractura de la pierna al caérsele la anterior semana la moto encima.

Y la boda número seis, la de nuestra hija. Sin incidentes espectaculares, restando nuestro hijo número cinco que al fin también decidió unirse en matrimonio con la que sigue siendo nuestra nuera, sin ganas de tener hijos.

Esto es una moda que se está imponiendo en la actual juventud. Pues ni el quinto, ni el sexto ni la séptima hija, van a colaborar. Por ello es ya casi definitivo que Tere y yo, nos plantamos con sólo ocho nietos.

Estando pues, en un nuevo domicilio de superficie menor aún, vendí la última propiedad de Santa María, que a pesar de venderla barato para iniciar mi retiro de la la vida laboral, trajo inconvenientes que se sumaron a los pendientes de Tarter, pero esto si viene al caso, sería objeto de una tercera parte de estas Parejas Perdurables.

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